martes, 8 de julio de 2014

El día a día de nuestros días





Los lunes te extraño.

Los martes no tengo tiempo.

Los miércoles, si algún pasillo es compasivo y bueno, puedo disfrutar tu extender de mano y una fugaz sonrisa.

Del jueves no hablo. De hecho ni hablo para no perderme ninguna de tus palabras que, aunque no se dirigen a mí, llegan a mi oído como suave brisa por alguna razón que desconozco, a pesar que de tu boca salen con la fuerza de una ola azotando la orilla.

El viernes no duermo. Y mira que agoto mi cuerpo hasta casi verlo desfallecer. Las vueltas sobre mi colchón, fastidiado de mí y de tu figura incorpórea, terminan en el desahogo vano de canciones que evocan tu distancia, mientras el licor barato se mezcla con el agua salada de mis ojos cansados.

El sábado todo cambia. El esmero en la limpia de la casa le embarra en el rostro muchos kilos de esperanza al dolor del día anterior. Y se miran rosas en los rincones donde había polvo; un adorno nuevo perdido entre los viejos; un cojín distinto en el sofá que te gusta y sábanas limpias sobre mi colchón; fundas nuevas en nuestras almohadas y mi rostro dormido sobre alguna de ellas, permitiendo que se impregnen del aroma que bebiste una sola vez, aquella noche en que se quedó conmigo, después, sólo la luna llena.

El domingo te espero. Desde que amanece abro la botella de vino y enciendo las velas instaladas para la ocasión, después de llenar la casa con las melodías que te gustan, con el volumen medido para que se pueda escuchar el silencio del amor.

Y, como siempre, se acaba el vino, las velas, el disco… que le hicieron compañía a mis sueños contigo, a la entrega portentosa de mi lastimada ilusión con tu anhelada presencia… Y corremos por la casa con juegos inocentes, dejándonos alcanzar, de vez en vez, para ofrecernos el regalo de nuestros labios ardientes; y ante el fresco de la tarde, le ofreces tu mano a mi mano, tus ojos a los míos llorosos, y nos dejamos caer sobre lo que esté cercano: el piso, tu sofá, una mesa, un retablo… y nos entrelazamos, nos entregamos, nos perdemos hasta que la luna llena, menguante, creciente o nueva, no distingue quién soy tú y quién soy yo; llegamos al nido caliente en el que nunca has estado pero en el que siempre te he tenido, y nos procuramos, el uno al uno; probamos de nuevo el néctar de nuestros cuerpos, nos ligamos las almas con el lazo que inventé y que ahora nos une, para que no pueda desatarlas ni la eternidad.

En resumen: ¡nos amamos, de tal modo y con tal fuerza, con tanta locura, cariño, pasión y violencia, que no puedo evitar volver a extrañarte el lunes…!

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