domingo, 19 de septiembre de 2010

De cómo dejé de fumar... o de cómo nos hicimos novios


¡Era tanto su enojo en cada ensayo, que me hacía sentir muy mal! Nunca me decía nada, pero su torcer de boca y sus peticiones de abrir las ventanas, me lo hacían evidente. Trataba de fumar lo menos posible porque su presencia hacía que mi casa se llenara de luz… al menos así se refleja el exterior cuando alguien está enamorado y en presencia del ser que ama… pero no podía evitar escurrirme hacia la cocina, mientras repasaba su soliloquio, y darle rienda suelta al fétido vicio, abanicando su peste hacia el extractor.

Muchas veces pensé dejar el cigarro, pero sólo lo intenté una vez. Fueron, que yo recuerde, las cinco horas más angustiantes de mi vida; al cabo de su paso el vicio se me incrustó como sanguijuela recién renunciada como Testigo de Jehová, y el paquete de veinte cigarrillos diarios se me convirtió en cajetilla y media.

Una tarde lo platicamos. Él no podía creer que las raíces del vicio estuvieran tan incrustadas en mi humanidad. Yo tampoco. ¡Me sentía tan débil y cobarde ante él! ¿Cómo pretender su amor si no tenía ni la voluntad necesaria para dejar un vicio?

Un año antes (por cierto, mientras me fumaba un cigarro), le había hablado de mis deseos:

“Cuando miro tus ojos, tu nariz, tus labios… tan cerca de los míos… ¡no sé de dónde he sacado fuerza para evitar suspender la escena y tomarme ese aliento que brota de tu respiración entrecortada! Cuando aflojas tu camisa y dejas aparecer tu pecho duro; cuando das vueltas en el piso del proscenio y puedo mirar tus nalgas erguidas, tus piernas fuertes; cuando te quitas los zapatos y puedo sentir el aroma de tus pies sanos, contemplar cada uno sus dedos, sus uñas pulcramente cortadas, y la vellosidad fina que viste su empeine; cuando te tocas, por encima del pantalón, ese bulto que se antoja apetecible y lo frotas contra mi espalda en la escena de la amenaza; cuando tus manitas suaves y tersas me acarician el rostro en lo marcado como mi muerte… ¡no sé cómo no me olvido del público y te arrebato hacia mí para hacerte mío ahí mismo, con ese salvajismo que embriaga a nuestros personajes y que se te escapa de los ojos en la vida real!”.

Medio año antes (evidente, con cigarro en mano), le había hablado de mi amor:

“Es sagrado. No es algo que proceda, como piensas, de una simple testarudez. Me lo ha dicho cada mañana, cada tarde, cada noche… cada madrugada de descanso truncado, después de un sueño contigo; el abandono de la cama para ir a tocar, abrazar y llenar de besos, el póster que adorna mi pared de triunfos y en el que tu imagen se me regala completa, sin ánimos de escape. Hasta aquí te sueno a obsesivo, lo sé. Pero tengo los argumentos vívidos para refutarte. Un obsesivo sólo exige, requiere, necesita, presiona, obliga… yo valoro, admiro, respeto. Tus alas han estado libres en todo momento; te he visto volar desde mi cumbre y sólo he levantado mis manos para saludarte al paso. He descubierto en tu alma la nobleza; en tus ojos la verdad y en tu frente la seguridad necesaria para enfrentar la vida. Me he sentado a esperar… No ha salido de mi boca ni un solo reclamo ante cada una de tus decisiones; y mira que muchas de ellas han sido para alejarte de mí; antes he levantado mi pulgar para desearte la felicidad que te mereces y que nunca te negaría… porque amar sólo es desear que el ser amado sea feliz. Eso, sólo eso, es lo que deseo para ti”.

Hace un mes (sala de cine horas antes; té en la sala de mi casa; plática completamente ajena… cigarro presente), sin que lo esperara (dicen que el amor sólo llega así), sacaste la cajetilla de la bolsa de mi camisa y la tiraste al bote de la basura. Yo permanecí en mi sillón favorito mientras miraba tu arrebato. Regresaste a mí; te hincaste al frente; sacaste un estuche negro de la bolsa de tu pantalón; lo abriste y me enseñaste su interior; en él descansaba un anillo, con un pequeño diamante en su corona… el cigarro tembló entre los dedos anular y cordial de mi mano derecha. Hablaste. Y desde entonces…

“se ha suplido el ansia de mi cigarro en mano, con tu mano; el dejillo acre de la nicotina con el sabor de tu simiente, trocada en dulce por el deseo… y la costumbre del cigarro en la boca, con tus labios. Mi vicio obsesivo, con tu cercanía diaria, con tu amor… ahora es el vicio más cursi: el de amarnos cada mañana, cada tarde, cada noche… cada madrugada de descanso truncado, después de entregarnos a un deseo que sabe a eterno.

02 de mayo de 2010

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