Fue un pésimo día de trabajo para Marianela.
Sus nervios crispados maltrataron a cuanto vehículo, transeúnte o limpia
parabrisas se atravesó por su camino. ¡Y aún era miércoles! Le quedaban tres
días más de rutina, de gritos, de prisas; y tal vez toda una vida de compartir
su cama con sólo un par de almohadas y un deteriorado perrito de peluche.
No había tiempo para nada. Su vida era el
trabajo no deseado y la manutención de la pequeña niña que le dejara como
souvenir un amor de universidad; el único hasta esa fecha; en su cabeza: el
único para la vida.
La amaba, sí; pero suspiraba por una noche de
desenfado; añoraba permitir el acercamiento de algún hombre sin la terrible
conversación de su ser madre soltera; anhelaba permitirse soñar con una vida
ideal, el trabajo ideal y el hombre ideal, como en sus tiempos de escuela.
La niña salió a recibirla apenas vio el coche
estacionarse en el jardín. La joven criada corrió tras ella pero ya no pudo alcanzarla.
La pequeña le mostró orgullosa el despilfarro de maquillaje que se había puesto
en la cara y Marianela explotó. Le gritó mil improperios mientras la sacudía
salvajemente y ante el azoro de un artista que ve dilapidado el trabajo por el
que diera su vida.
Nunca había visto a su paciente madre actuar
así. Asustada, la niña se soltó del brazo y salió corriendo a la calle sin
fijarse en el andar de los coches.
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