domingo, 1 de agosto de 2010

Todavía no sé


Publicado el 8 de Julio de 1999, en “El Juglar”, suplemento cultural del “Diario del Sureste”.

También forma parte de mi compendio “Cosas del escritor melancólico”, publicado en abril del 2004.



La sala de aquella casa estaba atestada de camarógrafos, reporteros y familiares cercanos, de quien agonizaba en la recámara superior. Todos esperaban la señal del médico para subir y presenciar los últimos momentos de aquel famoso declamador, que todavía llevaba el nombre de Elías Carmona.

Don Elías quería morir haciendo lo que había hecho toda su vida de fumador: Declamando. Había escogido: “En paz”, de Amado Nervo, para decirle adiós a sus muchos admiradores y a la vida.

Cuando el médico lo consideró pertinente salió de la recámara y, desde arriba, hizo una señal con su dedo índice para que todos entendieran que ya podían subir.

Ignorando pleitos de televisoras, de periódicos y de familia, todos subieron en perfecto orden como guardándole respeto al aún joven moribundo. Sin preocuparse si estaban en primera, segunda o tercera fila, se acomodaron dentro de la amplia recámara; encendieron cámaras, luces; tomaron lapiceros y pequeñas libretas; sacaron sus pañuelos o kleenex… y se dispusieron a escuchar las últimas palabras del admirado mundialmente.

Con la misma vehemencia que siempre lo caracterizó, ahora matizada con un difícil respirar, don Elías inició el poema ante las lágrimas de todos sus espectadores. Con cada palabra parecía que se le iba el alma; todos pensaban que no podría terminar… pero terminó. Cuando pronunció aquel famoso: “Vida nada me debes, vida estamos en paz”, su respiración se detuvo abruptamente y su cabeza perdió total fuerza.

Un murmullo de dolor se dejó escuchar entre los asistentes. El médico se acercó al cuerpo inerte y, después de mover la cabeza anunciando el deceso, pidió a todos que salieran para comprobar su dictamen.

Cuando el último de los asistentes salió y cerró la puerta, don Elías llenó sus pulmones de aire con desesperación, y recobró su pálido color.

- ¡Eres un animal! – reprochó al galeno - ¡Casi me ahogo! ¿No pudiste correrlos más rápido?

- ¡Era mucha gente, don Elías! ¡Además yo pensé que realmente estaba muerto!

- ¡Debería estarlo, maldito! ¿No se supone que me quedaban sólo tres minutos de vida?

- Yo mismo estoy extrañado. ¡Tiene usted los pulmones destrozados! ¡Nadie en su situación estaría ya vivo!

- ¡Pues todavía lo estoy! ¿Me puedes decir qué vamos a hacer ahora?

- Decirles que me equivoqué… que sólo fue un desmayo…

- ¿Estás loco? ¡Las cámaras han grabado mi fantástica muerte! ¡Miles de personas llorarán por su ídolo al verlo morir tan dramáticamente, tan idealmente! ¿Quieres echarlo todo a perder?

- Pues no, pero…

- ¡Nada! ¡Encárgate de mi velorio en la mejor y más amplia capilla de la ciudad!

- ¿Y si no se muere antes del entierro?

- ¿No me estás diciendo que, practicamente, ya estoy muerto?

- Así debería ser.

- ¡Entonces dame un cigarro y haz lo que te digo!

Don Elías aspiró aquel humo, vital para sus nervios, mientras se sentaba en el borde de la cama y ante la mirada reprobatoria del médico.

En la planta baja los familiares cercanos lloraban la pérdida del elocuente declamador y despedían a los medios de comunicación, cuando el doctor bajó y anunció oficialmente el deceso. También aclaró que era última voluntad del difunto que él, como su médico y amigo, se encargaría de todo, además de dos peticiones más: que nadie se acercara al féretro, excepto él, y que lo cubrieran con cajetillas de cigarros llenas.

El médico, esperando ya sólo encontrar el cadáver de don Elías, regresó a la recámara y lo miró sentado en el mismo borde que lo dejara, con un nuevo cigarro en la mano.

- ¡Ya no fume! – pidió, preocupado.

- ¡Ya no me molestes! – respondió enojado, el pretencioso declamador.

Unas horas después el cuerpo era velado en la mejor funeraria de la ciudad: "Gayosso", de Félix Cuevas. Los noticieros sólo dicen lo de "Félix Cuevas" para no meter un “Gol”; ¡cosa más absurda...! ¡Todo mundo ya sabe de qué funeraria se trata! El ataúd estaba abierto, pero el médico no permitía que nadie se acercara; montaba guardia a un lado de la cabecera.

- ¿Hay mucha gente? – preguntó Elías, con el rostro amoratado por el escaso aire que recibían sus pulmones enfermos.

El galeno sacó un pañuelo y fingió secarse el sudor para poder contestar.

- Demasiada diría yo.

- ¡Se está acercando la hora del entierro y nada que me muero, maldito médico de caricatura nueva!

- ¡No se preocupe! ¡Ya no tarda!

- ¡Más te vale! ¡Espero que, al menos, ya tengas las cajetillas de cigarros que me fumaré mientras me entierran!

Ya estaban ahí. El médico cubrió su cuerpo con ellas, minutos antes de partir al cementerio.

- ¡No me he muerto, maldito! – masculló el “difunto”.

- En el trayecto. En el trayecto.

Culminó el trayecto y nada.

- ¡Maldito!

- Estoy seguro que mientras la tierra cubre el féretro.

Y la tierra lo cubrió. La gente empezó a marcharse; los medios de comunicación lo dieron todo por terminado y planearon un futuro homenaje. El médico creyó escuchar un: - ¡No me he muerto, maldito! – antes de retirarse.

Algunos metros abajo ya no importaba nada. Fumar, seguramente, acabaría con el poco oxígeno que guardaba la caja. Don Elías tomó una cajetilla; la abrió. Buscó en su bolsa izquierda y no; buscó en su bolsa derecha y no…

El médico ya no escuchó su último grito: - ¡No me dejaste encendedor!

Octubre de 1998

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