Los lunes te
extraño.
Los martes no
tengo tiempo.
Los miércoles,
si algún pasillo es compasivo y bueno, puedo disfrutar tu extender de mano y
una fugaz sonrisa.
Del jueves no
hablo. De hecho ni hablo para no perderme ninguna de tus palabras que, aunque
no se dirigen a mí, llegan a mi oído como suave brisa por alguna razón que
desconozco, a pesar que de tu boca salen con la fuerza de una ola azotando la
orilla.
El viernes no
duermo. Y mira que agoto mi cuerpo hasta casi verlo desfallecer. Las vueltas
sobre mi colchón, fastidiado de mí y de tu figura incorpórea, terminan en el
desahogo vano de canciones que evocan tu distancia, mientras el licor barato se
mezcla con el agua salada de mis ojos cansados.
El sábado todo
cambia. El esmero en la limpia de la casa le embarra en el rostro muchos kilos
de esperanza al dolor del día anterior. Y se miran rosas en los rincones donde
había polvo; un adorno nuevo perdido entre los viejos; un cojín distinto en el
sofá que te gusta y sábanas limpias sobre mi colchón; fundas nuevas en nuestras
almohadas y mi rostro dormido sobre alguna de ellas, permitiendo que se
impregnen del aroma que bebiste una sola vez, aquella noche en que se quedó conmigo,
después, sólo la luna llena.
El domingo te
espero. Desde que amanece abro la botella de vino y enciendo las velas
instaladas para la ocasión, después de llenar la casa con las melodías que te
gustan, con el volumen medido para que se pueda escuchar el silencio del amor.
Y, como
siempre, se acaba el vino, las velas, el disco… que le hicieron compañía a mis
sueños contigo, a la entrega portentosa de mi lastimada ilusión con tu anhelada
presencia… Y corremos por la casa con juegos inocentes, dejándonos alcanzar, de
vez en vez, para ofrecernos el regalo de nuestros labios ardientes; y ante el
fresco de la tarde, le ofreces tu mano a mi mano, tus ojos a los míos llorosos,
y nos dejamos caer sobre lo que esté cercano: el piso, tu sofá, una mesa, un retablo…
y nos entrelazamos, nos entregamos, nos perdemos hasta que la luna llena,
menguante, creciente o nueva, no distingue quién soy tú y quién soy yo;
llegamos al nido caliente en el que nunca has estado pero en el que siempre te
he tenido, y nos procuramos, el uno al uno; probamos de nuevo el néctar de
nuestros cuerpos, nos ligamos las almas con el lazo que inventé y que ahora nos
une, para que no pueda desatarlas ni la eternidad.
En resumen: ¡nos amamos, de tal modo y con tal fuerza, con tanta
locura, cariño, pasión y violencia, que no puedo evitar volver a extrañarte el
lunes…!