martes, 23 de octubre de 2012

Maquillaje



Fue un pésimo día de trabajo para Marianela. Sus nervios crispados maltrataron a cuanto vehículo, transeúnte o limpia parabrisas se atravesó por su camino. ¡Y aún era miércoles! Le quedaban tres días más de rutina, de gritos, de prisas; y tal vez toda una vida de compartir su cama con sólo un par de almohadas y un deteriorado perrito de peluche.

No había tiempo para nada. Su vida era el trabajo no deseado y la manutención de la pequeña niña que le dejara como souvenir un amor de universidad; el único hasta esa fecha; en su cabeza: el único para la vida.

La amaba, sí; pero suspiraba por una noche de desenfado; añoraba permitir el acercamiento de algún hombre sin la terrible conversación de su ser madre soltera; anhelaba permitirse soñar con una vida ideal, el trabajo ideal y el hombre ideal, como en sus tiempos de escuela.

La niña salió a recibirla apenas vio el coche estacionarse en el jardín. La joven criada corrió tras ella pero ya no pudo alcanzarla. La pequeña le mostró orgullosa el despilfarro de maquillaje que se había puesto en la cara y Marianela explotó. Le gritó mil improperios mientras la sacudía salvajemente y ante el azoro de un artista que ve dilapidado el trabajo por el que diera su vida.

Nunca había visto a su paciente madre actuar así. Asustada, la niña se soltó del brazo y salió corriendo a la calle sin fijarse en el andar de los coches.

Era jueves. Marianela no podía desprenderse del cristal que cubría a su pequeña. La niña parecía sólo dormir, con el excelente trabajo de maquillaje que lograron en la funeraria.