martes, 23 de febrero de 2010

¡Tan cerca!


¡No lo podía creer! ¡Después de tantos años… tus manos por fin se pasearon por mi cuerpo, con el temblor de mil sentimientos sacudiendo cada parte de tu ser! Tu aliento al fin se me regaló completo, mientras miraba tus ojitos tan cerca, tan brillantes y relampagueantes… por primera vez para mí solo, como queriendo absorberme y grabarme en su interior.

Tu calor tan soñado por fin me arropó, encima de esa misma cama en donde tantas veces lloré por tu ausencia… y conoció, junto conmigo, las tres estaciones que le hacían falta a mis años de invierno. Encontramos en tu mirada al sol majestuoso, que solo imaginábamos por su luz indirecta hacia la luna de las noches eternas… y nos maravillamos ante el alba y el crepúsculo.

Tu beso fue ansioso, extraño… sin manera de compararlo porque era el primero, el único, el por primera vez no negado… Tal vez me hubiera arrobado de no ser por tus lágrimas y por aquel dolor en mi pecho que me arrancaba de ti en veloz carrera…

¿Pero qué importaba? ¡Por fin te tenía muy cerca como lo había añorado, pretendido suplicado…! Aunque te haya inventado una buena noticia para atraerte a mi casa; aunque me haya valido de un pretexto superfluo para, sin tomar tu mano, conducirte a la recámara… y aunque me haya clavado ese cuchillo en el pecho, que me hizo conocer tu capacidad de entregarte… en mis últimos momentos.

22 de febrero del 2010

martes, 9 de febrero de 2010

Si estás libre de pescados... ¿por qué te huele la canoa?


No cabe duda que darle poder a los estúpidos es como tirar un cordel de pesca en el desierto. Y es que con la ley del “respeto a los no fumadores”, ¡sólo fomentaron la falta de respeto hacia los que sí fumamos! Me suena como al comunismo, mal entendido, que predica la igualdad; acto seguido despojan del poder, la riqueza y los bienes a los ricos, para lograr que, ahora sí, todos sean pobres y miserables; por supuesto, menos los libertadores del país en cuestión.

Paseaba tranquilamente por el tianguis sabatino de la calle Luis de la Rosa, en la Jardín Balbuena, cuando ocurrió el estúpido acontecimiento. Después de un rico desayuno, que incluyó lo necesario para la engorda (dos sopes tamaño monumental, tres tacos de carnitas y dos de cecina, ayudados en su camino con una rica coca cola de a litro), pagué e inicié el sabroso deambular por entre los puestos, para que la digestión no se me convirtiera en colitis.

Por supuesto, no podía faltar el consabido cigarro. Antes de iniciar mi procesión, encendí uno y dejé que penetrara el sabor hasta lo más profundo de mis pulmones, para después exhalar el humo con el habitual gesto de placer que te provoca hacer lo que te gusta, cuando lo deseas y sin temor a las recriminaciones.

Unas velas aromáticas, que además se anunciaban como portadoras de bienestares y espantadoras de malas vibras, llamaron mi atención y me detuve en aquel puesto, justo al lado de una señora cuarentona, con el pelo pintado de rojo, muy bien vestida pero malencarada, que se buscaba en el bolso la cantidad necesaria para pagar sus inciensos del signo Aries. Ni siquiera se percató de cuando me acerqué; no hizo ningún gesto, su rostro ni su cuerpo, cuando inhalé una vez más el calor de mi tabaco, ni cuando expelí lo recién disfrutado; fue sólo hasta que vio el cigarro entre mis dedos cuando complicó aún más su rostro ácido. Me miró casi gruñendo y empezó a abanicarse la nariz con la mano que le quedaba libre, mientras extendía la otra para pagarle a la expendedora su reciente y olorosa adquisición.

Y ante la agresión, no le queda a uno más que responder. Me llevé de nuevo mi gusto hacia la boca y repetí mi ceremonia deliciosa sabiéndome, además, en todo mi derecho, por estar al aire libre. En el colmo de la ridiculez doña malencarada se tapó la nariz y apuró, con voz gangosa, a la señora de las velas para que le diera su cambio. Para mi placer pude repetir mi rito, hasta con gesto gustoso, antes de que doña cuarentona pudiera irse veloz y empujando gente, sin dejar de menar su cabeza con gesto indignado y de gran desaprobación.

Después de apagar mi cigarro me compré un par de velas: una para alejar a la gente indeseable y otra para atraer la justicia, y continué mi paseo por entre la romería normal, y siempre encantadora, de un mercado callejero.

Al llegar a la avenida Genaro García, que es donde termina o empieza el tianguis, dependiendo de dónde vengas, fue cuando encontré el motivo para narrar esta aventura, por demás aleccionadora.

Doña bien vestida discutía con el chofer de una grúa, que ya tenía enganchado su coche. Mientras me acercaba pude ver que primero le repelaba, enarbolando con furia sus inciensos del signo Aries, y segundos después le suplicaba casi al borde del llanto. Todo fue inútil. La grúa se llevó el automóvil, precediendo la desesperación de doña señora, que sólo atinó a sentarse en la banqueta.

Un vecino que pasaba me hizo el favor de platicarme lo que había ocurrido, cuando se lo pregunté después del saludo.

- ¡Mala suerte de la vieja! Resulta que cuando encendió su coche le salió un chingo de humo, justito cuando pasaba la grúa. ¡No lo verificó la cabrona!

Y hasta eso, cuando quiero, soy buena gente. Me acerqué y me senté al lado de la señora del pelo rojo. Ella me miró, a través de sus lágrimas… y yo le ofrecí un cigarro.

04 de febrero de 2010