sábado, 31 de octubre de 2009

Problemas laborales


Publicado en mi compendio de poesía:
Estrellas Fugaces,
junio de 2005



Libreta abierta.
Pluma en mano derecha, bailando al compás de mis ansias.
Música cualquiera.
Cigarro consumiéndose en el cenicero, al lado de una cerveza.

Fresco entrando por la ventila.
Media luz que titila, cada vez que se escucha un rayo,
porque está lloviendo afuera.

Miedo.
Amor enrocado con un intento de olvido.
Cigarro nuevo; trago de cerveza;
un pequeño destello de destreza
y dos trazos mal escritos.

Nueva hoja al basurero.
En desesperación un jalón de cabellos.
Obligada pregunta al aire:
¿Es que por tanto extrañarte y por pensar sólo en ti,
ya no podré trabajar ni podré pensar en mí?

Es de noche.
De mi sombra robusta sólo queda una silueta.
Ya no puedo llamarme poeta porque no puedo escribir.

14 de Junio de 2000

viernes, 23 de octubre de 2009

¡Quiero una luna!


Publicado el 27 de enero del 2000,
en el suplemento cultural “El Juglar”,
del Diario del Sureste.

También forma parte de mi compendio
“Cosas del escritor melancómico”
publicado en abril del 2004.


Él quería tener más. ¿Qué hay de extraño? ¡Todos queremos tener más! Cada noche se subía a la azotea y le pedía a la luna, como quien le pide a un dios, que le concediera todo lo que quería y, según él, necesitaba.

¿Quién diría que bastaba un día para conseguirlo todo?

Consiguió dinero. ¡Mucho!

Una mujer real, sincera, entera… De esas que cuesta trabajo encontrar.

Un buen amigo. Uno de esos que calla cuando debe callar y habla cuando debe hacerlo.

Un buen médico. ¡El mejor tal vez! ¡Un fregón que, de pronto, terminó con ese mal que tanto le aquejaba!

Un trabajo. ¡Ese por el cual estudió! Ese que siempre quiso tener y que le regalaba tiempo para ser el “As” de su deporte favorito.

Encontró la verdad entre la vida y la muerte. Descubrió que lo pequeño siempre es más valioso que lo grande y que lo que realmente vale no tiene precio.

Sembró ese “dichoso” árbol; escribió ese “dichoso” libro y procreó ese pequeño niño, que forma parte de todo lo que un ser humano “debe” hacer para sentirse realizado.

Todo lo que quería. ¡Todo! Un solo día le bastó para lograrlo. Cuando la noche formó parte de su día, subió aquella escalera que a diario propiciaba su encuentro mejor…

...pero esa noche no había luna.

15 de Marzo de 1999

domingo, 18 de octubre de 2009

¡No se preocupen, amigos!


Este cuento forma parte de mi compendio
“Cosas del escritor melancómico”
publicado en abril del 2004.

Arturo me dijo esta mañana que mi andar con la cabeza agachada era el eco visible de mi derrota. Que hacía “mella” el pasado en mi presente al permitir que mi frente reflejara la banqueta y no el color cambiante del cielo. Que mirara hacia adelante, y que volteara hacia atrás sólo cuando necesitara que algún recuerdo me impulsara a continuar o a evitarme caer de nuevo. Que perder no era acabar, era aprender a caminar con paso cierto.

El mail de Memo, al mediodía, mostraba rastros de preocupación. Decía que en el fin de la semana, mi rostro mirando el piso se le hizo transparencia de un corazón sin esperanza. Mi caminar pausado y mis ideas en vagancia, como el huir de un recuerdo no grato y el estorbo para vivir mi día siguiente. Después me contaba un chiste, me invitaba a salir el viernes y firmaba; aunque insistía en su posdata con su preocupación: “No camines agachando la cabeza, haces poca tu grandeza y le exhibes a la gente tu dolor”.

“Aquel” tocó a mi puerta ya en la tarde y no sé por qué le permití la entrada. Tal vez porque mi ingenuo corazón pensaba que había vuelto el suyo a ocupar su lugar. Pero no, aún no estaba; ¡seguía lleno ese lugar de caca y bombeaba indiferencia a cada parte de su ser! La falta de refresco nos hizo ir a la tienda; mi mirar hacia el piso le habló de un triunfo a su soberbia y de un llenar de muerte mi volverlo a ver. Tal vez eso le faltaba para su vida vacía; mi cabeza agachada sin gesto de rebeldía lo hizo sentirse aún como rey. Se fue victorioso pensándome suyo, creyendo que siempre podría volver; camino hacia el metro, mi rostro hacia el suelo, le daba un valor que aún creía tener.

El tiempo sin sol, querido diario, era, como siempre, dedicado sólo a mí. Resaltaban mis insomnios, mis borracheras constantes, mis sueños y deseos propios de un corazón inquieto y un sinnúmero de amantes; las charlas largas con novios de los que no logré enamorarme.

Esta noche fue Gerardo. En tenor sincronizado me habló de mi vista baja. Al ir a comprar las “quecas” a ese puesto de aquí cerca, tocó el tema de miradas. Que mi cabeza hacia abajo, perdida casi en mis hombros, era para evitar que lo mirara a los ojos. Que sabía que el amor no charlaba de nosotros, que él era sólo el despecho de un amor no satisfecho y ya no quería jugar. Mi risa, en el día contenida, le hizo olvidar las “quecas” y se fue muy ofendido. Ahorita está ahí en mi cama porque volvió a regresar. Está dormido. Se cansó de retozar sobre mi cuerpo porque puso el empeño de quien se quiere acabar todo lo que lleva dentro.

No puedo más que reír y agradecerle al cielo que tengo alrededor de mí amigos realmente sinceros. Después de comunicarse entre ellos ya me ha hablado Raquel, Antonio… y hasta Miguel que vive tan lejos. Angélica, Laura, Teófilo, José, David, Catalina y otro novio.

Este es un mal tiempo. La falta de trabajo me tiene con el agua hasta el cuello. El eco de mi visible derrota que mirara Arturo; mi corazón perdido en desesperanza; el triunfo a la soberbia que a “Aquel” hiciera sentir seguro, y el huir de ojos que Gerardo pensara, no tienen nada que ver con mi cabeza baja. Es la reacción normal de quien sabe de pepena, de quien a diario busca ayuda del cielo… ¡No se preocupen amigos! Si ando con la cabeza “gacha” es porque busco dinero.

14 de enero del 2001

domingo, 11 de octubre de 2009

Los pies que jamás vi


Este cuento forma parte de mi compendio:
“Cosas del escritor melancómico”
publicado en abril del 2004.

También fue publicado en la Antología:
“El amor en cada esquina”,
de Café Literario Editores,
en octubre de 2008.


No estoy muy seguro, pero creo que se le da un nombre en psicología, a la manía de adorar los pies.

Debería investigarlo pero me da miedo pensar que no sólo sea una manía sino un problema grave.

La triste realidad es que yo lo padezco. No soporto unos pies feos de la misma forma que anhelo tener cerca de mí unos pies perfectos. No sólo para verlos, también para tocarlos, besarlos, comerlos… por supuesto que eso de comerlos fue metáfora y la usé para sustituir otra palabra que se hubiera leído vulgar, sobre todo por su alto contenido sexual.

¡Oh! ¡Oh! Creo que salió peor el remedio que la enfermedad. Tendré que ser claro, aún arriesgándome a que este escrito ya no sea familiar sino exclusivo para adultos.

Quiero tener unos pies cerca para… ¡Sí! ¡Comerlos es la palabra perfecta! ¡Por supuesto, sin deglutir! Quiero meter a mi boca cada uno de sus dedos; después dos de ellos juntos; después tres… recorrer la planta con mi lengua, sentir el estremecimiento de su dueño; rozar mi rostro contra ellos y sentir el aroma delicioso que sólo unos pies perfectos, bellos y sanos, te pueden proporcionar.

¿A qué toda esta prosa grotesca y escandalizante? A servir de introito para la triste historia de los pies que jamás vi.

Desde el día que lo conocí supe que sería alguien importante en mi vida. Lo comprobé tiempo después, cuando pude compartir su amistad total y casi perfecta, tanto así que me enamoré de él como el idiota más grande del mundo.

Como amigo mío que era, tuvimos muchas oportunidades para estar juntos y a solas. Ya sea en su casa o en la mía, tuvimos la oportunidad de desayunar, comer o cenar, y lo mejor: de dormir.

¡He aquí la gran tragedia! Cientos y cientos de amigos habían convivido conmigo y nunca me había privado de mirarles los pies. A todos los de la primaria, la secundaria, la preparatoria, los había visto a mis anchas cuando hacíamos excursiones a los balnearios.

Conocí los pies de mis más allegados, porque siempre he sido muy dado a quedarme a dormir en sus casas cuando se me hace tarde.

Los pies de mis amantes ni se diga. Lo primero que hacía era despojarlos de sus zapatos, tenis, huaraches, o lo que trajeran encima, y después de esas odiosas calcetas, o calcetines, que sólo abochornan y apretujan a mis adorados.

Curiosamente, después de siete años de “conocencia”, nunca le había visto los pies a quien llamaremos Miguel.

¡Siempre! ¡Siempre! ¡Toda la maldita vida un par de calcetas cubrían mi más grande anhelo! ¡Llegué a creer que se bañaba con ellas! Parecía que las adoraba tanto como yo deseaba que se le rompieran y dejaran libres a mis tan anhelados pies.

Un día por fin, estando en su casa, salió del baño comentando que las únicas que tenía limpias se le habían mojado y que las otras estaban tendidas en la azotea.

Estábamos en la sala su madre, su hermana y su hermano. La señora se levantó y se ofreció a ir por ellas, mientras Miguel se sentaba en el peor lugar para mi visión. ¡No sé cómo no me dio tortícolis! ¡Estuve todo el tiempo que se tardó la venerable mujer en subir a la azotea, tratando de estirarme para ver a los causantes de mis tantos insomnios! ¡Nada! ¡No los pude ver en esa primera de tres únicas oportunidades que tuve en la vida!

La segunda fue cuando estuvo en el hospital. Mi tristeza era grande. Iba a perder al amigo que nunca quiso ser mi amor, a pesar de que me miraba llorar con la súplica en la mano. Sin embargo me conformaba con tener siquiera la oportunidad de mirarle los pies. Le pedía que se durmiera y descansara para reponerse, aunque mi verdadera intención era tenerlo dormido para levantar la sábana y lograr por fin mi preciado anhelo.

¡Nunca ocurrió! O no se dormía o entraba alguien en el momento de mi decisión.

Por fin una vez me pidió que lo ayudara a ir al baño. Lo ayudé a incorporarse; vi cómo lentamente acercaba sus pies hasta el final de las sábanas y empecé a sudar y a temblar. Sudé y temblé gratis. Ahí estaban enfundando las malditas calcetas mis más adorados pies.

Miguel murió. No tengo que narrar cómo llora un ser que pierde lo que más ama en la vida, porque todos lo hemos pasado o lo pasaremos algún día.

Allí estaba acostado en el ataúd con su traje de gala. ¡Se veía tan hermoso dormido; tan incapaz de hacer daño! Los maquillistas se ganaron muy bien su propina porque parecía aún formar parte de los vivos.

Y ellos ahí estaban. ¡Tan cerca! Bastaba sólo hacer a un lado esa tela blanca que le cubría toda la parte baja del cuerpo… ¡Era mi última oportunidad! ¡Hasta me sentí sucio al pensar en semejantes cosas en un día tan triste y digno de respeto!

En el pecado está la penitencia. En el colmo de mis deseos despojé a mi amado difunto de su cobija y… ¡tenía calcetas! Tuve que ser detenido por la familia, y uno que otro busca pleito, porque arremetí contra mi amado muerto, tratando de arrancarle las tan odiadas telas que siempre lo protegieron de su frío.

Su mamá me comprendió. Supo que lo amé. Me regaló todas las fotografías en donde él aparecía y todavía me recreo viéndolas en las noches que me siento solo.

Me reconforta ver su sonrisa. Parece que todavía escucho la risa que le precedía. Sonrío cuando veo las caras que hacía cuando estaba de buen humor, y también cuando recuerdo los motivos de cada uno de sus gestos de enojo.

Me gusta verlo sin camisa; lucir su cuerpo que siempre se negó a estrecharme.

Noches enteras me la paso recordándolo mientras lo miro en esas fotos. El problema es cuando apago la luz y me peleo con las cobijas y con mi almohada, mientras doy miles de vueltas sin poder dormir. ¡Y es que en ninguna de esas fotos se le ven los malditos pies!

6 de enero del 2000

sábado, 10 de octubre de 2009

No me dejes morir


¿Tienes miedo de morir o de dejar de vivir? Esta pregunta se la escuché a Jesús de la Vega, amigo mío, una tarde de lluvia, mientras platicábamos de su facilidad para expresar su literatura profunda y extraña. Me caló mucho. Yo siempre he dicho que "tenerle miedo a la muerte es tanto como temer la vida con intensidad". Por eso la he vivido intensamente; hasta el grado de cansarme; hasta el grado de mirarme envejecer prematuramente y sentirme lleno de una sabiduría malévola... productiva, pero solitaria.

He amado mucho. A tres personas para ser exactos. Dos de ellas ya forman parte del mundo que ningún ser vivo conoce... La tercera me martiriza cruelmente porque sabe de mi amor, de mi devoción, de mis deseos y ansias... y no es capaz de darme, siquiera, una migaja de la mitad que anhelo... teniéndolo en sus manos porque, hasta eso, esa sabiduría de la que hablo me ha enseñado a no pedir más que esa migaja. Sólo le pido ese abrazo; esa caricia pequeña; ese dejarme en contemplación y, tal vez, de vez en cuando, un breve beso en una de mis mejillas, erosionadas por las lágrimas que me provoca el no tenerlo. Sólo le pido que me deje tocarlo en algún momento; besarlo en algún otro... justo en esa mejilla erosionada por sus pocas lágrimas de corazón duro... y tal vez con la visita a mi oído de algún: Te quiero... aunque sea de amigo.

Y he ido más lejos... sin abandonar esa sabiduría malsana. Me he hincado ante el Cristo de mi cabecera y le he pedido que le haga saber de mi amor; que eso que siento no supera el límite de su libertad de elección; que sólo deseo su cabeza en mi almohada mientras la mía descansa sobre su pecho; que sólo deseo su mano sobre mi mano... la que me quede libre, sobre su pelo... tal vez sobre su estómago dulcísimo, sus piernas, pies o brazos ajenos; mi boca jugando con su torso en inocencia total y con la única finalidad de respirar su aroma... y llegar así al orgasmo seco, sublime, humano y divino, de saberme suyo aunque no sea mío... pero que está conmigo para decirme que el corazón que amo es el de un ser con sentimientos y no el de una piedra fría golpeada por el mar de la indiferencia, cobarde y cruel.

¿Por qué: No me dejes morir? Porque mi testamento es todo suyo. Él es lo único que me queda. Y aunque no está lo obligo a vivir a mi lado cada día. Con cada sueño; con cada recuerdo; con cada café esporádico y cada tarde de cine que sólo suman dos. ¡Y es tan feliz en mis sueños que quisiera decirle que sólo me falta su anuencia para darle todo el amor que le guardo... aunque él sólo pueda ofrecerme lo antes enumerado! ¿Es mucho?

¿Por qué: No me dejes morir? Porque espero que quien me lee pueda perpetuarme en sus recuerdos. No tengo miedo de morir; he batallado con la muerte desde hace mucho... y ya se ha hecho mi amiga. Tengo miedo de dejar de vivir... Pero nadie deja de vivir cuando vive en el recuerdo de alguien.

Por eso el título. Por eso comparto. Y es que mi creatividad se desborda a veces tanto que temo morir aplastado por el anonimato.

Si estás aquí... me lees... No me dejes morir. Ese ser al que amo se ha acostumbrado a huir... Y cuando me vaya huirá, como lo hace ahora. ¡Qué tonto! Yo hubiera querido que alguien me amara tanto como lo amo a él. Que alguien valorara la mitad de lo que a él le he escrito.

Hoy me hincaré ante el Cristo de mi cabecera y le pediré que su decisión sea certera. Que nunca se arrepienta de rechazar esta bocanada de amor.

Mientras: Te amo... te necesito... Y quiero que lo sepas, aunque ya lo sabes... Y para demostrártelo, te ayudaré a huir de mis sentimientos cuando, estando enfrente de mí, no me los pueda guardar y los escupa como la tierra a su exceso de calor interno. Con nuestras respectivas miradas huyendo crearemos un volcán hermoso; y lo escalarán cientos... y mirarán desde su cima lo bella que es la vida... aunque no la sepamos apreciar.

Dios te bendiga a ti... y a quien me lee... Para quien me lee: No me dejes morir. Para ti... sólo el: te amo, que no te significa nada.